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Cuando los alumnos se expresan (y IV)

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EL ESTILO EXPOSITIVO: CONVERSACIÓN E IDEOLOGÍA (C)



6. La pseudo-conversación

Una orientación didáctica como la que aquí se propone, basada en la expresión del pensamiento de los alumnos y en la investigación filosófica que de ello puede surgir, no parece algo demasiado original: de hecho, la mayor parte de los profesores de filosofía, otorgan una importancia fundamental a la formulación de preguntas y al diálogo en el desarrollo de sus clases.

Ahora cabe reflexionar sobre cuáles son las condiciones previas que deberían darse para que estas preguntas o este diálogo signifiquen efectivamente una apertura expresiva del pensamiento discente. Cabe la paradójica posibilidad de que el intercambio discursivo en clase, sin perder su condición formal dialógica, acabe siendo más un factor de obturación que de apertura. Sería el caso de la formulación de preguntas que siempre presuponen una respuesta, o que tienen principalmente una finalidad evaluadora. Ya tengan una función retórica o de evaluación, el efecto suele ser el mismo: la sustitución de la expresión libre y creativa por la reproducción de contenidos, o por el silencio.

¿Cuáles deberían ser las condiciones previas para que el intercambio dialógico realmente estimule la expresión del pensamiento discente? Entre otras se puede señalar  las siguientes:

  • El convencimiento claro y honesto por parte del docente de que siempre hay algo que sólo el alumno puede decir.
  • Que ese algo no es sabido por el docente, al menos en la forma como lo puede expresar el alumno.
  • Que, además, realmente vale la pena escucharlo, porque de alguna forma aquello que se escucha puede transformar o enriquecer lo que piense el docente.

La actitud contraria, es decir, el convencimiento de que los alumnos no tienen nada importante para decir, y que lo importante sólo lo saben y pueden decir los profesores -por algo son especialistas en su materia, sobre todo en secundaria- únicamente es condición de posibilidad para el pseudo-diálogo, es decir, las preguntas retóricas o evaluadoras y el cierre expresivo del pensamiento de los alumnos.

Recuperemos el concepto de conversación propuesto por Gadamer, para precisar mejor esta perspectiva:

… ¿Qué es una conversación? Todos pensamos sin duda en un proceso que se da entre dos personas y que, pese a su amplitud y su posible inconclusión, posee no obstante su propia unidad y armonía. La conversación deja siempre una huella en nosotros. Lo que hace que algo sea una conversación no es el hecho de habernos enseñado algo nuevo, sino que hayamos encontrado en el otro algo que no habíamos encontrado aún en nuestra experiencia del mundo. Lo que movió a los filósofos en su crítica al pensamiento monológico lo siente el individuo en sí mismo. La conversación posee una fuerza transformadora. Cuando una conversación se logra, nos queda algo, y algo queda en nosotros; que nos transforma. Por eso la conversación ofrece una afinidad peculiar con la amistad. Sólo en la conversación (y en la risa común, que es como un consenso desbordante sin palabras) pueden encontrarse los amigos y crear ese género de comunidad en la que cada cual es él mismo para el otro porque ambos encuentran al otro y se encuentran a sí mismos en el otro.

Mas para no hablar sólo de este sentido extremo y más profundo de la conversación, vamos a contemplar las diversas formas de diálogo, que se producen en nuestra vida y sobre las que pesa esa peculiar amenaza que es nuestro tema. Está, ante todo, la conversación pedagógica. No es que le corresponda de suyo una preeminencia especial; pero muestra con especial claridad lo que puede haber detrás de la experiencia de incapacidad para el diálogo. La conversación entre maestro y discípulo es sin duda una de las formas originarias de experiencia dialogal, y aquellos carismáticos del diálogo que hemos mencionado antes son todos maestros y enseñantes que instruyen a sus alumnos o discípulos mediante la conversación. Pero hay en la situación del enseñante una especial dificultad para mantener la capacidad de diálogo a la que sucumbe la mayoría. El que tiene que enseñar cree que debe y puede hablar, y cuanto más consistente y sólido sea su discurso tanto mejor cree poder comunicar su doctrina.

Este es el peligro de la cátedra que todos conocemos. De mis tiempos de estudiante guardo el recuerdo de un seminario con Husserl. Los ejercicios de seminario, como se sabe, suelen promover dentro de lo posible el diálogo de investigación o al menos el diálogo pedagógico. Husserl, que en los primeros años veinte era profesor de fenomenología en Friburgo, se sentía animado por un profundo sentido de misión y ejercía en efecto una importante labor de enseñanza filosófica, no era un maestro del diálogo precisamente. En aquella sesión formuló al principio una pregunta, recibió una breve respuesta y dedicó dos horas a analizar esta respuesta en un monólogo ininterrumpido. Al final de la sesión, cuando abandonó la sala con su ayudante Heidegger, le dijo a éste: «Hoy ha habido un debate muy animado». Son experiencias de este tipo las que hoy han llevado a una especie de crisis de la clase académica. La incapacidad para el diálogo está aquí en el profesor, y siendo éste el auténtico transmisor de la ciencia, esa incapacidad radica en la estructura monologal de la ciencia y de la teoría moderna. (1)



7. El discurso ideológico

No siempre el carácter indiscutible de la posición docente es aceptado siempre y por todos los alumnos. Especialmente en aquellas ocasiones en las que el profesor pone de manifiesto ideas que no parecen expresar la autoridad de ese gran Otro académico, sino más bien su punto de vista personal y por tanto discutible; o cuando sus afirmaciones no son asertivas y queda clara la posibilidad de oponer alternativas.

En las clases de filosofía estas circunstancias son muy frecuentes, sobre todo si se tiene en cuenta esa tan difundida idea de que “sobre todos los temas que se tratan en filosofía siempre algo se sabe y todo es opinable”. Esto puede considerarse una dificultad cuando tiene por efecto un relativismo acrítico que sólo produce pasividad y ausencia de rigor. Pero también puede ser fuente de una gran riqueza si se consigue que esta pluralidad de perspectivas promueva la investigación y la búsqueda de criterios con el fin de seleccionar las más valiosas.

Esta enriquecedora búsqueda puede verse impedida cuando el docente reconoce de manera expresa su identificación con una de estas posibles perspectivas, cancela de antemano la validez de las demás, y percibe todo juicio crítico que provenga de los alumnos como un cuestionamiento a su posición docente. Cuando ello ocurre, pueden derivarse dos posibles situaciones: o bien el alumno acepta la autoridad del profesor y con un criterio práctico basado en no poner en riesgo el aprobado, guarda silencio aunque siga sin estar de acuerdo; o bien, fiel a una actitud de coherencia o incluso de rebeldía ante cualquier imposición que provenga del mundo de los adultos –muy propia por otra parte del período adolescente–, mantiene inflexible su cuestionamiento. Es en este segundo caso que el docente puede poner en juego una actitud obturadora, polarizándose en una discusión que normalmente fortalece la perspectiva del alumno, y produce el silencio del resto; o bien, de una forma flexible y equilibrada, recuperar la posición del alumno como una perspectiva más a tener en cuenta, e integrarla en el trabajo de investigación del conjunto de la clase.

La polarización suele cristalizar el antagonismo de las posiciones e impedir su desarrollo; en cambio, la segunda posibilidad, permite que las ideas circulen en una dinámica de diálogo compartido, muestren sus contradicciones o sus prejuicios, en el caso de que los haya. Naturalmente que todo esto es posible si el profesor no vive el cuestionamiento como vulnerabilización de su posición docente, admite la posibilidad del error o de que exista una perspectiva mejor que la suya.

Recuerdo una clase en la que para facilitar la comprensión de un texto del profesor Mosterín (2), en el que explicaba la diferencia entre mundo real, mundo perceptual y mundo conceptual, hice un diagrama en la pizarra dibujando círculos concéntricos. En el Diario de clase de ese día apunté lo siguiente:

La clase terminó nuevamente con una polarización entre Jaime y yo. A modo de síntesis, y como ya lo había hecho en los otros dos grupos, dibujé en la pizarra un diagrama que consistía en tres círculos concéntricos: el mayor representaba al mundo real, que incluía a otro que era el mundo conceptual, y el tercero y más pequeño, el mundo perceptual. Más o menos todos estuvieron de acuerdo conque ésta debía ser la distribución de la representación, salvo Jaime que dijo que no sólo no estaba de acuerdo sino que además creía que el diagrama no era fiel a la idea del texto.

Evidentemente que el texto era lo suficientemente ambiguo como para admitir varias posibles representaciones, la propuesta por Jaime incluida. Sin embargo, no supe poner distancia respecto de la tozudez de Jaime, y su tendencia continuada a llevarme la contraria, y acabé polarizándome con él.

Ahora pienso que lo correcto en ese momento hubiera sido haber incorporado su propuesta, permitiendo que la explicara en detalle, y abriendo el juego para que el conjunto de la clase analizara y valorase las diferentes posibilidades. Por el contrario, la clase terminó con un diálogo algo tenso entre Jaime y yo, y los demás haciendo de espectadores.

La dificultad para contener la divergencia de los alumnos en un clima de respeto de la diversidad de posiciones, y la posibilidad de polarizarse en discusiones unilaterales con alumnos “disidentes”, parece aumentar cuando se trata de defender ideas con las que el docente se encuentra fuertemente identificado y que, por diferentes razones, siente como “intocables”. Es el caso de la defensa del discurso que se suele denominar “políticamente correcto”.

Se podría justificar diciendo que no es del todo inadecuado, de vez en cuando, volcar en clase determinadas ideas de manera vertical y conclusiva; sobre todo cuando se plantean cuestiones relacionadas con determinados valores tales como, por ejemplo, el anti-racismo, la justicia, o los derechos humanos. Una actitud excesivamente prudente y respetuosa con el pensamiento de los alumnos podría acabar en la legalización de un relativismo generalizado.

También se podría decir que tampoco es del todo inadecuado intervenir de manera activa en una discusión con los alumnos defendiendo posiciones personales, siempre que se evite la utilización de recursos que manipulen su pensamiento o que impongan ideas de forma avasalladora.

A estos argumentos justificadores se les pueden realizar algunas objeciones. Transmitir ideas de forma vertical, más que cuestionable desde un punto de vista deontológico, lo es en cuanto a la eficacia de su resultado. Es frecuente en los jóvenes alumnos –también en los adultos– que la oposición frontal a una idea más que reflexión crítica produzca el fortalecimiento del prejuicio.

Por otra parte, la identificación del profesor con determinadas posiciones manifiestamente defendidas, dificulta el desarrollo de su rol posibilitador. En todo caso, resulta obvio reconocer que, si de lo que se trata es de impulsar una didáctica de investigación y de apertura expresiva, no va precisamente en esta dirección la transmisión vertical,  ni la defensa a ultranza de ideas concluyentes.


(1) GADAMER, H (1986), Verdad y Método II, Salamanca: Ed. Sígueme, p. 206-209

(2) MOSTERÍN, J (1983), Grandes temas de la filosofía actual, Barcelona: Aula abierta Salvat, p. 10


Archivado en: Didáctica de la Filosofía Tagged: apertura, conversación, diálogo, discurso_expositivo, Gadamer, ideología, obturación, polarización, preguntas

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